«Varias veces al día reflexiono sobre cuánto en la labor del prójimo -de los que viven y de los que han ido- hay de base para la construcción de mi vida interior y exterior, y cuán seriamente tendré que ejercitar mis facultades para devolver lo que de ellos he recibido. La tranquilidad de mi conciencia se ve a menudo alterada por la depresiva sensación de haber tomado prestado en demasía del trabajo de los demás«. Albert Einstein
La vida corporal de Albert Einstein ha declinado para siempre. A la una y cuarto de la mañana del 18 de abril, el genio colosal y hombre lleno de humildad, «dio tranquilamente dos profundos suspiros» y exhaló el último aliento. Mientras la desaparición física del sabio estremece la sensibilidad de la especie humana, el pensamiento sigue su curso indefectible penetrando en la reconditez del misterio que él amó y veneró por ser su conocimiento el incentivo eterno de la ambición espiritual de los hombres. Dijo al hacer una síntesis brevísima y admirable de su filosofía: «Lo más bello de que tenemos conocimiento es el misterio. Es la fuente de todo arte y de toda ciencia. Aquel que se sienta cerrado a esta emoción, que no pueda extasiarse ya de admiración o transportarse de terror vale tanto como un muerto».
Qué emoción tan gran produce la reflexión sobre las virtudes humanas que cultivó esta inteligencia de gigante; qué baño de consuelo plácido y alentador recibe el espíritu del ser consciente cuando se adentra en la práctica sencilla de esa vida ejemplar. Saber que Einstein, la mentalidad mas prodigiosa del presente siglo, el hombre que ha vertebrado con la creación de su ingenio prodigioso la Era Atómica del Mundo, fue lleno de humildad y de amor, es la confirmación de que sobre la tierra -sufrida y mancillada por la tiranía y la soberbia- existe la bondad y el bien que han de sobreponerse aunque sea en lejanos días a la maldad y al error. Si bien quizá jamás la humanidad llegará a la plenitud de la perfección de la bondad y la incansable búsqueda de la felicidad, pues como dice el genio, –que en sus pensamientos filosóficos se revela partidario de un escepticismo creador como fuerza motora de la investigación- no se concibe la posibilidad de una liberación humana, pues nuestros actos no sólo son determinados por compulsión externa, sino también por necesidades interiores.
Vano sería nuestro anhelo de explicarnos suficientemente la inmensidad de las teorías matemáticas y físicas einstenianas: bástanos saber que se precisa ser sabio especializado para seguir los caminos del cálculo superior que él dominaba y manejaba con facilidad callada y retraída (Soy caballo de simple aparejo, inepto para trabajar ayuntado o en ristra), que su fuerza intelectiva poderosísima recorrió y auscultó desde el microcosmos -la pequeñez infinitesimal del átomo- hasta el macrocosmos la infinitud del Universo, y que su «Teoría especial y general de la relatividad» fundamenta la técnica, la ciencia y la filosofía y es determinante de las características y direcciones de dilatada época en el porvenir. Asombro incontenible produce la contemplación de esa majestuosa inteligencia que aparece sólo de siglo en siglo, o más bien de edad en edad, pues el genio humano, en poética concepción de un americano ilustre, es comparable a esas olas gigantescas del océano que sólo de tiempo en tiempo arriman a la playa y golpean el continente, empujadas por miles y miles de olas pequeñas.
Tan incomparable y grande como su inteligencia es su virtud. Igual asombro produce en nosotros la contemplación de su vida tiernamente humana, plena de amor y de humildad. Einstein reflexiona sobre su propio yo y sufre pensando que no ha conseguido dar de si más que poca cosa. «La tranquilidad de mi conciencia –dice- se ve a menudo alterada por la depresiva sensación de haber tomado prestado en demasía del trabajo de los demás». «Me basta –anota- con la contemplación del misterio de la vida consciente en la perpetuación al través de la eternidad, con reflexiones acerca de la maravillosa estructura del universo que solo débilmente podemos percibir, solo con tratar de comprender aunque no sea más que una parte infinitesimal de la inteligencia manifestada en la naturaleza». Cuánta sencillez y humildad traducen estas palabras, cuánto amor para la humanidad y la verdad contienen. Einstein el genio de las matemáticas puras es el mismo ser que siente emoción profunda ejecutando en violín música heroica o tierna de Wagner y Bach, el mismo que sentenció: «El lugar de nacimiento de un hombre le es tan querido como su madre».
En tanto nosotros, los hombres vulgares y mediocres, nos infatuamos con la alabanza, hacemos toda acción puesta la mirada en el triunfo de nuestra soberbia, tenemos como fin de la existencia la holganza material y la pasividad mortal del espíritu; en tanto nuestros prejuicios y malas inclinaciones nos conducen a la negación tácita de la belleza y el bien y a proclamarnos los árbitros del acierto y la verdad, el Genio por antonomasia, en documento magistral que nos ha legado, reflexiona: «Los ideales que siempre han brillado ante mí, llenándome con la alegría del vivir, son el bien, la belleza y la verdad. Jamás se me ha ocurrido hacer una meta del confort ni de la felicidad. Una ética construida sobre esta base sería propia únicamente para un hato de ganado… Posesiones, éxitos superficiales, lujo, publicidad… Todo eso me pareció siempre despreciable. Un simple y modesto régimen de vida me parece mejor para todo el mundo, mejor para el cuerpo tanto como para el alma».
Albert Einstein confirma con su vida la existencia de virtudes eternas de las que debemos preciarnos quienes creemos en ellas y aspiramos a practicarlas. Cuando el ánimo se deprime contemplando las iniquidades de los perversos, hace falta conocer y pensar en la vida, las costumbres, las creencias y las esperanzas, la práctica diaria y los ideales supremos de los hombres que como él son la inteligencia y el bien humano depurados. «Presidente vitalicio en la «República de las Almas», como dijo otro cerebro alemán de poder ingente, Gottfried Leibnitz.
La humildad y humanidad del genio que acaba de morir es de la misma y noble estirpe de los valores eternos de la idea que le antecedieron, como el famoso filósofo holandés Baruch Spinoza de quien el enemigo capital fue su sistema. Voltaire decía: «Se ha de reconocer abiertamente que en ningún sentido hombre alguno ha estado tan lejos como él del vanidoso afán de los honores; no lo calumniemos mientras lo condenamos»; y, otro filósofo alemán, quizá «el más famoso y genial de todos los tiempos», Immanuel Kant, autor de «La Crítica de la razón pura» y de uno de los más admirables y completos sistemas metafísicos, de quien se dice que fue siempre un hombre cordial y encontraba su mayor distracción en invitar a uno cualquiera de los sencillos habitantes de Koenigsberg a comer y a dialogar con él sobre los temas más simples y variados, hasta ganarse su confianza por la bondad de sus modales y la comprensión afectuosa de los pequeños problemas de los humildes.
El fulgor de nuestra fe resplandece cuando contemplamos con interés reverente algo cuando menos de la virtud de estos hombres que sostienen -columnas eternas, granito sempiterno- el mundo del bien y la cultura.
Escrito el 21 de abril de 1955, José María Vivar Castro