Eso fue lo que nos comentó a modo de confidencia el Embajador Español en aquella reunión que mantuvimos con las autoridades ecuatorianas en las Islas Galápagos. Se refería a la ayuda económica y técnica que les brindábamos por aquel entonces como parte del programa Araucaria de la Agencia Española de Cooperación, y puedo reconocer sin rubor alguno, que yo también subscribía en cierto grado esa oscura impresión sobre nuestras contrapartes. Se había invertido mucho dinero en apoyar la conservación y desarrollo sostenible del Archipiélago, y a ratos daba la impresión de que todo aquello era sólo una gastadera sin fondo en la que los cooperantes oficiábamos de Quijotes posmodernos. Demasiados ratos sentí esa desganada impresión de que en realidad lo sostenible era una excusa para recibir fondos mientras nosotros llenábamos Galápagos de logotipos.
Sin embargo, algún tiempo después, al regresar a España, me llevé una sorpresa. Algo aturdido constaté que el país que yo había dejado atrás, boyante y optimista como pocos, se encontraba sumido ahora en una confusa situación parecida a las crisis de las que tanto había escuchado hablar durante mi etapa por Latinoamérica. Y lo que más me sorprendió fue constatar, que la misma crítica que había realizado aquel embajador en su momento, se podía aplicar también a las ingentes cantidades de crédito y fondos para el desarrollo que había recibido España de Europa durante los años de bonanza.
Era evidente, que en cuanto a experiencia y visión de eso que se ha dado en llamar “desarrollo sostenible”, nosotros los españoles difícilmente podíamos sentar cátedra. Quizá, incluso, era posible plantearse si nosotros nos lo merecíamos. Lo que nos estaba pasando. Aunque sea tan difícil y áspero reconocer que uno ha vivido en una burbuja creyéndose rico.
Entre dos aguas
Desde el momento en que decidí emigrar a Ecuador, por allá el 2004, mis conocidos y familiares no dejaron de preguntarme medio en serio, medio en burla, porqué quería ir a probar suerte en un lugar desde el cual no dejaban de llegar paletadas de inmigrantes desesperados, a los que coloquialmente se comenzaba a denominar por el sobrenombre de “panchitos”.
Resulta fácil decir ahora que yo no veía muy claro lo que ocurría en España en aquellas fechas. Es como llover sobre mojado. Pero sin embargo es cierto. Sin tener demasiadas nociones sobre macroeconomía y desarrollo económico, había algo en lo que percibía desatado por toda España que tenía un aire irreal. Como de borrachera fantástica de adolescencia.
España iba a toda vela. El dinero corría sin freno por todos los generosos cauces del día a día, y cada año que pasaba nos sentíamos más europeos de lo que nunca habían sido nuestros abuelos. Ya no recordábamos la época en que habíamos sido exportadores de emigrantes al norte de Europa y las Américas. Como aquel jubilado español que conocí en Quito y que me comentó, muy seriamente, que “España era un país magnifico para vivir”, exceptuando a “ciertos extranjeros que llegaban causando problemas”, y que había que tener mano dura con la inmigración. Al día siguiente me encontré con un grupo de ecuatorianos provenientes del campo que me preguntaron cómo podían viajar hacia España para trabajar, y porque los españoles no les querían allí.
Por si alguien no lo sabe, la ola migratoria ecuatoriana se debe, en la mayor parte, a la crisis económica que sacudió ese país durante los años 1998 y 1999, fruto del desmán de su elite bancaria y de la necedad del presidente de turno que decidió cubrir el agujero de los banqueros dolarizando la economía y defenestrando los ahorros de la clase media.
Diez años antes que el gran crack de los bancos de inversión norteamericanos, en una escala diferente pero en torno a los mismos principios y ausencia de valores, Ecuador vivió un precedente de lo que años después sacudiría a occidente, y eso obligó a su ciudadanía a tener que buscar nuevas formas para adaptarse. Pero nadie por estas coordenadas lo tomó en atención, porque sólo se trataba de un pequeño país latinoamericano.
Para nosotros estaba claro: “España iba bien” y como europeos estábamos por encima de las penurias del tercer mundo. Recuerdo la foto en las Azores de Aznar y recuerdo nuestros anhelos por integrar el G8. Recuerdo a un representante de la construcción hablando de que el sector tenía una salud de hierro. Recuerdo las construcciones que se levantaron faraónicas por todo el país, y los kilómetros y kilómetros de costa urbanizadas. Y mientras tanto yo pensaba que si había que impulsar algún tipo de desarrollo en Galápagos, desde luego el último que quería ver allí era el que se practicaba en España.
Entonces, un buen día regresé, y me encontré que todo el país estaba sumido en una debacle. Una crisis con mayúsculas, un socavón económico más propio de un país en desarrollo que de un país consolidado como España. Cabe preguntarse entonces si lo nuestro fue real, o si tal vez se trataba del sueño de una larga noche de verano.
Hoy en día todo el mundo reniega y maldice y culpa a nuestra clase política de ineptitud y a los banqueros de codicia. Como ocurrió en el Ecuador hace unos años. La diferencia estriba en que allí no existía el estado del bienestar, y que ellos nunca pensaron en si mismos como nuevos ricos. Una pizca de la dura verdad es que mientras nosotros dábamos charlas sobre desarrollo sostenible en Galápagos, las promotoras poblaban la península de urbanizaciones, una gran mayoría de ciudadanos firmaba inconscientemente el cepo de la hipoteca eterna, y bancos y ayuntamientos tenían las arcas rebosando billetes de quinientos euros. Llámalo ingenuidad, llámalo como quieras, pero muy pocos supieron plantear en voz alta lo que estaba ocurriendo. El por qué lo que ocurría era irreal, o lo que es lo mismo, insostenible.
Los palos obligan generalmente a la reflexión, y sin embargo me vuelve a sorprender escuchar hoy en día, en plena pista de campaña electoral, a alguien como Mario Vargas Llosa expresando su anhelo por el dinamismo económico de los años del gobierno de Aznar. Da qué pensar que a pesar de la gravedad sigamos con un velo de ideología, obcecación y vanidad incrustado en los parpados. Hay un tiempo para todo, pero me parece que es necesario, quizás más que nunca, hablar claramente de lo que supone el desarrollo real, y el duro escenario que tiene España por delante. Y todo lo que eso mismo implica.
La economía y el desarrollo
Hay algo que resulta curioso cuando uno revisa los contenidos que contempla nuestra educación básica secundaría. De la enorme cantidad de asignaturas y materias que uno ingiere a lo largo de esos seis largos años, lo que incluye numerosos hechos históricos
sin demasiada relevancia e innumerables leyes físicas que luego nadie recuerda, nunca se nos habla realmente de economía. Y desde luego no de una economía práctica que nos ayude a entender cómo funciona el dinero en nuestra sociedad actual. Hablando en plata, la pregunta del millón de dólares: ¿Cómo se genera realmente riqueza?
Cuando uno habla de desarrollo sostenible, que es un concepto con nombre horrible y generalmente muy mal explicado, de lo que se está hablando en el fondo es de esto: de cómo se genera riqueza real, y de cómo uno se asegura la creación de un motor de desarrollo que permita mantener el funcionamiento de una sociedad a lo largo del tiempo. Porque el desarrollo especulativo, perdonen ustedes, no es realmente desarrollo.
No se necesita ser economista para entender esto, ni tampoco sociólogo. No se necesita un MBA, ni haber cursado estudios de economía en Chicago o en Harvard. Hay algo tremendamente sencillo en cuanto al principio básico se refiere, y posteriormente un sinfín de variables y opciones que aplicar que nos complican el entender como se gesta esa riqueza.
Creo sin embates, y más allá de toda retórica, que lo más importante que podemos hacer, lo que requiere de toda nuestra atención y prudencia, es sembrar futuro. Y entre las varias estrategias que serán necesarias hay una que quisiera destacar. La necesidad de invertir en los nuevos jóvenes que algún rato serán el sostén de una población que envejece a pasos agigantados.
Hoy todo el mundo achaca la culpa de la debacle en la grotesca figura de Zapatero, o bien, desde el otro lado de las tornas, en las intrigas y manipulaciones del siniestro Botín y los excesos de la banca mundial. No les falta razón a ninguno. Pero eso tampoco excluye la responsabilidad del conjunto de la sociedad en cuanto a la dolorosa lección de humildad que se plantea necesaria para poder emprender un verdadero crecimiento económico. La dura y cruda verdad es que somos nosotros los que necesitamos ahora cooperación en desarrollo sostenible si queremos rescatar a España de las fauces del neofeudalismo que se avecina.
j.c.carrasco montesinos