…ya no existen los estudiantes críticos, tan solo quedan borregos.
«Muchas ramas y ninguna raíz»
Y el negocio rampante en estas tierras del ombligo del mundo, es la venta de libros «académicos» . Los hay para todo nivel, sepan o no leer, gusten o no de la lectura; las «universidades», «colegios», «escuelas» sean estas últimas del milenio o no, sean las de educación superior del tinte político del momento o de marca… sencillamente de marca del dinero. No importa si quien produce esos libracos es a fin o no al gobierno, al final de cuentas lo que importa es el negocio, ya luego se dan el tiempo para injuriar profanado los más sonoros e irrepetibles dicterios a los gobernantes de turno que les compran esas «creaciones iluminadas»… de comisiones viven aquellos bípedos. Todos obligados a leer, sin importar que sean bagatelas creadas por mercaderes y para el mercado de borregos en pos de un titulejo del quinto mundo. Bueno, haciendo honor a la verdad, esto también sucede en el «primer mundo» sí, en aquel primer fundillo del cual ya notables personajes han dicho todo, claro, no les creen por haber ganado un Premio Nobel… y es que como se lo dan actualmente a cualquier fantoche, según manda la geo-política, al menos esto se ve en cuanto a temas de «paz». Y el negocio de «librillos académicos» genera mucho dinero, el cual es inversamente proporcional a la calidad del contenido, desde cuentuchos para los críos bisoños, hasta vanales y atrevidas críticas a viejos y consumados filósofos, escritos por algún iluminado pseudo-filósofo, evidentemente premiado por su institución y laureado por la masa de lambones pseudo-lectores de esas pseudo revistas de actualidad; y claro, fueron escritas esas necedades para los «universitarios franciscanos» quienes sudorosos llegan a las librerías a comprar a cualquier precio el «best seller de su profesosillo» luego leerán ávidamente pero sin entender, sin comparar, sin ir a investigar en la fuente, sin leer al denostado filósofo Nietzsche tildado por un oligofrénico como «parásito de Emerson» ; solo desean «aprender» memorizar estulticias con su punto y coma, con tal de obtener el favor de su «maestrillo» quien le dará el aventón para lograr ser un «profesional del rebaño». Obviamente ese afán estudiantil, se ha visto aupado por el acontecer actual en donde la burrocracia acartonada, sin capacidad cognoscitiva, medra en los puestos altos y bajos.
¿Qué filósofo o literato no ha sido influenciado por sus antepasados, o por sus contemporáneos? ¿Qué ser humano…? Las coincidencias, o el desarrollo de ideas a partir de bases de otros bípedos es algo común, y no por ello incorrecto, así se ha desarrollado la humanidad, y ello no implica que Federico haya sido un epígono de Emerson; pero solo un inerme mental podría referirse con ello al parasitismo. Queda entonces la pregunta de cómo este atrevido franciscano llamaría a H. D Thoreau, quien declaró su línea con Emerson, quien a su vez de Thoreau dijo: «En cualquier lugar de Inglaterra se descubren restos romanos, sus urnas funerarias, sus campamentos, sus carreteras, sus moradas, pero afortunadamente Nueva Inglaterra no está basada en ninguna de esas ruinas. No tenemos que reposar los cimientos de nuestras casas sobre las cenizas de una civilización anterior.»
HARVARD muchas ramas y ninguna raíz
«Cambridge, la ciudad universitaria separada de Boston por el río Charles, era en 1833 una población pequeña, casi rural, con calles flanqueadas por olmos, tilos y castaños de Indias, y bosques y campo abierto a pocos minutos de distancia. El colegio universitario de Harvard, oficialmente un centro unitario, consistía en una serie de modestos edificios de ladrillo rojo: residencias, aulas, una capilla y la biblioteca que, en opinión de Thoreau, redimía todo lo demás. Un día lectivo comenzaba en Harvard a las seis de la mañana (en invierno, media hora antes del alba), cuando todo el colegio se reunía para rezar en la capilla sin calefacción. Tras las plegarias, los alumnos repasaban sus lecciones antes del desayuno, que consistía en café, bollos calientes y mantequilla, aunque algunos conseguían recuperar las lonchas de carne que habían dejado clavadas bajo la mesa desde la cena. De diez a doce todos los estudiantes recitaban o escuchaban lecciones. Después de comer, más clases y plegarias vespertinas a las seis, o al ponerse el sol en invierno. Se cenaba té y bocadillos de pan duro. A las ocho o nueve sonaba el toque de queda; quien rompiese el silencio recibía la visita del encargado y, en caso de ofensa grave, era amonestado en privado o en público. La vida académica estaba regida por un sistema inventado por el rector Josiah Quincy: los estudiantes ganaban puntos por asistencia a clase y los perdían por mala conducta. El cómputo incentivaba la competición, la repetición de memoria y la aceptación de la autoridad. Tanto, que en marzo de 1 834 las cuatro promociones de alumnos solicitaron al claustro su abolición, por fomentar la envidia y el aprendizaje superficial. En el curso de Thoreau treinta y ocho estudiantes firmaron la petición, pero no recibieron respuesta alguna. El descontento creció hasta que un incidente puso el colegio patas arriba. El lunes 18 de mayo, el profesor de griego informó al rector de que en la clase de Thoreau un alumno se había negado a recitar la traducción que tenía asignada. Cuando le ordenó que lo hiciera, el estudiante cerró su libro y respondió: No reconozco su autoridad. Se le exigió entonces que pidiese disculpas al profesor, pero se negó a hacerlo y abandonó la universidad. Durante la noche del miércoles, el aula de griego fue desmantelada por un grupo de estudiantes que destrozaron muebles y ventanas. Al día siguiente, toda clase de ruidos procedentes de los bancos del alumnado perturbaron las plegarias matinales y vespertinas. Por la noche, desconocidos atacaron con piedras a la patrulla establecida para salvaguardar la propiedad universitaria. En una decisión sin precedentes, el rector decidió llevar a los responsables de los desórdenes ante la administración civil de justicia y, con sólo tres excepciones, el segundo curso fue expulsado durante tres meses. Thoreau no participó en esa revuelta. De los sesenta y tres estudiantes de su promoción, se encontraba entre los diecinueve que se licenciaron sin haber sido sometidos por una razón u otra a la disciplina académica durante los tres años de estancia en Harvard, que para él fueron cuatro, pues tuvo que ausentarse por enfermedad durante varios períodos. Durante todo ese tiempo se mantuvo lejos de cualquier protagonismo. Aunque usaba un abrigo verde en el campus cuando las normas estipulaban el color negro para esa prenda, eso nunca se consideró una ofensa, pues las autoridades sabían que Thoreau no vestía de color verde para infringir las normas, sino porque no podía pagarse un abrigo nuevo. Cuando un hijo de familia rica como James Russell Lowell apareció vestido de marrón, Quincy le llamó de inmediato al orden. Por otra parte, cuando no estaba en la biblioteca Thoreau se dejaba llevar por la atracción que ejercían sobre él las riberas del río y los campos cercanos a Cambridge; eso no mejoró precisamente sus resultados académicos y tuvo que andarse con cuidado para conservar la beca que le permitía estudiar. Había descubierto que en los alrededores había más clases de pájaros que en Concord. Quizá fuese porque en el interior los granjeros dominaban el terreno, aunque Thoreau se inclinaba a pensar, y así se lo explicó más tarde a un naturalista, que en un entorno urbano las aves encuentran más comida y protección. O tal vez fuera porque el menor número de árboles en Cambridge traía consigo una densidad mayor de pájaros. O porque, si uno observa con atención y tiempo suficiente, la naturaleza salvaje puede encontrarse en los lugares más insospechados. Harvard le dejó un insaciable apetito lector. Una vez que paseaba con el joven Channing por Dunstable quiso leer la historia que de esa villa había escrito un erudito local; para satisfacer su ansia no se le ocurrió otra cosa que llamar a la mejor casa del pueblo y preguntar a la muchacha que abrió la puerta si poseían el libro en cuestión. Así era; ella se lo enseñó. Tras consultar el ejemplar, y para no tenerla esperando en el umbral durante más tiempo, le preguntó si no se lo venderían. La muchacha sonrió sorprendida, pero acabó por entregarle el libro a cambio de una modesta suma, tras lo cual los dos amigos continuaron el camino con nuevos bríos. Se dice que Thoreau llegó a rechazar su diploma de Harvard, pero no fue el de bachiller, que aún se conserva guardado en algún sitio, sino uno de Master of Arts que la universidad concedía automáticamente a todos sus bachilleres pasados tres años de la graduación, siempre y cuando pagasen cinco dólares. Más de la mitad de los graduados de su promoción pagaron esa suma, pero él dijo que a cada oveja le basta con su propia piel, y se negó a acumular más pergaminos. Eso sí, su expediente le permitió tomar parte en la ceremonia de graduación junto con otros dos estudiantes. El título del discurso que preparó para la ocasión es memorable: El espíritu comercial de los tiempos modernos, considerando su influencia en el carácter político, moral y literario de una nación. En la parte que le tocaba del acto, subió al estrado y se dedicó a denunciar el creciente apego de sus conciudadanos por los bienes materiales. Ante compañeros y profesores continuó el discurso con la declaración de intenciones que animó toda su vida: Que los hombres sigan con autenticidad el camino que les indica su naturaleza y cultiven los sentimientos morales, viviendo vidas independientes y virtuosas; que hagan de las riquezas medios para la existencia, nunca fines, y no volveremos a escuchar una palabra sobre el espíritu comercial. El mar no va a detener su movimiento; la tierra seguirá siendo tan verde y el aire tan puro como siempre. Este curioso mundo que habitamos es más maravilloso que conveniente, más hermoso que útil; está más para ser admirado y disfrutado que para ser utilizado. El orden social de las cosas debería invertirse en cierto modo: el séptimo debería ser el día de labor en que el hombre se gane el pan con el sudor de su frente; los otros seis, su descanso dominical para el alma y los sentidos, para poder recorrer este amplio jardín y beber de los sutiles influjos y las sublimes revelaciones de la naturaleza. Cierto es que pudo poner en práctica ese credo durante sus años de universidad gracias a las becas que recibía a cambio de buenos resultados académicos. También pasó sus apuros cuando éstos fueron malos, y tuvo que pedir ayuda al influyente Emerson para que abogase a su favor ante el rector. Quincy respondió a su solicitud con una carta en la que describía la conducta general de Thoreau como satisfactoria, atribuyendo los baches en su rendimiento a la enfermedad que comenzaba a aquejarle. Pero los instructores debían de haberle advertido de cierta indiferencia en su actitud, pues añadió que Thoreau había desarrollado ciertas opiniones propias acerca del sistema de emulación y calificaciones, y que eso podía haber causado cierta disminución en su empeño y hasta en sus ejercicios. No obstante, Emerson insistió hasta que Quincy presentó el caso ante una instancia superior que finalmente renovó la ayuda. Así y todo, cuando Emerson dijo con orgullo que Harvard impartía todas las ramas del saber, Thoreau le contestó con cierta arrogancia: Sí, muchas ramas y ninguna raíz. Emerson podría haber respondido a su vez que al menos Harvard le había dado la oportunidad de conocerle a él, un verdadero pensador radical, alguien que planta semillas. En su lugar, le hizo una pregunta: ¿Qué estás haciendo ahora? Y luego otra: ¿Elevas un diario? Era un 22 de octubre de 1 837. Ese mismo día Thoreau se hizo con un cuaderno y redactó la primera entrada transcribiendo aquella breve conversación. Así comenzó su diario, con una llamada a la aventura de poner en práctica y por escrito lo que ya estaba aprendiendo con Emerson. Años más tarde, un amigo de ambos, Frank Sanborn, añadió que la amistad nació gracias a Lucy Brown, y es cierto que la relación se hizo menos académica y más familiar cuando, tras ser abandonada por su marido, esta cuñada de Emerson se alojó en la pensión de los Thoreau. Henry tenía veinte años y Lucy le doblaría en edad, pero Emerson venía a visitarla todos los días a su cuarto, que también era la biblioteca de casa, y así comenzaron a intimar los tres. Un día Henry envió a Lucy unos versos atados a un ramo de violetas recogidas por el campo. Era uno de sus primeros poemas, escrito en un metro ya casi olvidado. El título es Sic Vita, así es la vida, y en él Thoreau se describía como un manojo desarraigado de violetas y hierba. El poema continuaba desarrollando la imagen del ramo, ligándola con el tema de la soledad y fragilidad de lo que se sabe efímero; aquí florezco una hora breve, escribió Thoreau, sin ser visto, absorbiendo mis propios jugos, plantado en un jarrón vacío… Yo soy un haz de esfuerzos vanos que en un ramo van de aquí para allá; su trama es tan liviana que, me temo, sólo se hizo para el buen tiempo. Emerson le dijo que sus versos mejorarían si se tomase la tarea de corregir con más paciencia, pero para entonces Thoreau ya estaba inmerso en otros experimentos, en prosa y también en amores.»
Como veremos, el mito Thoreau sigue vivo y todavía podemos encontrarnos a nosotros mismos en él. Ahora bien, para no malinterpretar ese legado de protesta creativa (así lo describió Martin Luther King) hay que entenderlo en sus propios términos, dentro del con- texto formado por las cosas y las personas que importaban a Thoreau, y evitar ponerlo al servicio de otros fines. No me termi- na de satisfacer la interpretación del crítico literario Harold Bloom, para quien la obra de Thoreau es una mera revisión, si bien muy astuta y poderosa, del filósofo norteamericano del momento, Ralph Waldo Emerson. Es verdad que Thoreau creció intelectual- mente a la sombra de un mentor cuya fama rebasó pronto el marco de los EE.UU., y que esa cercanía marcó tanto su escritura como su lectura posterior, pero no fue su único discípulo, ni tampoco el más famoso, pues la influencia de Emerson se extiende hasta José Martí o Friedrich Nietzsche, que solía viajar con un ejemplar de sus Ensayos en el baúl… Opté por imaginar a Thoreau mediante los seres que amaba, esas «cosas libres y salvajes», para así poder con- tar su vida siguiendo el hilo de mis lecturas y recuerdos, algo que Marguerite Yourcenar llevó a cabo de manera insuperable en sus Memorias de Adriano: Reconstruir desde adentro lo que los arqueólogos del siglo diecinueve han hecho desde afuera.»
Antonio Casado