Pienso tan a menudo sobre la muerte que no quiero verla.
¿Nunca ha escuchado usted las conversaciones de los niños sobre la muerte? Por ejemplo, los míos. En la séptima clase discuten y me preguntan: «¿Da miedo o no la muerte?». Si hasta hace poco a los pequeños les interesaba de dónde venían: «¿De dónde vienen los niños?». Ahora lo que les preocupa es qué pasará después de una bomba atómica. Han dejado de querer a los clásicos; yo les leo de memoria a Pushkin y veo que sus miradas son frías, ausentes. El vacío. A su alrededor ha surgido otro mundo. Leen ciencia ficción; esto los atrae, les gusta leer cómo el hombre se aleja de la Tierra, opera con el tiempo cósmico, vive en distintos mundos. No pueden temer a la muerte del mismo modo como la temen los mayores, como yo, por ejemplo; la muerte les preocupa como algo fantástico. Como un viaje a alguna parte.
Reflexiono. Pienso en ello. La muerte que te rodea te obliga a pensar mucho. Doy clases de literatura rusa a unos niños que no se parecen a los que había hará unos diez años. Ante los ojos de estos críos, constantemente entierran algo o a alguien. Lo sumergen bajo tierra. A conocidos. Casas y árboles. Lo entierran todo. Cuando están en formación, estos niños caen desmayados; cuando se quedan de pie unos quince o veinte minutos les sale sangre de la nariz. No hay nada que les pueda asombrar ni alegrar. Siempre somnolientos, cansados. Las caras, pálidas, grises. Ni juegan ni hacen el tonto. Y si se pelean, si rompen sin querer un vidrio, los maestros hasta se alegran. No los riñen, porque no se parecen a los niños. Y crecen tan lentamente… Les pides en una clase que te repitan algo y el crío no puede; la cosa llega a que a veces pronuncias una frase para que la repita después y no puede. «¿Pero dónde estás? ¿Dónde?», los intentas sacar del trance. Pienso. Pienso mucho. Como si dibujara con agua sobre un cristal; solo yo sé que estoy dibujando, nadie lo ve, nadie lo adivina. Nadie se lo imagina.
Nuestra vida gira en torno a una sola cosa. En torno a Chernóbil. ¿Dónde estabas entonces, a qué distancia vivías del reactor? ¿Qué has visto? ¿Quién ha muerto? ¿Quién se ha marchado? ¿Adónde?… Durante los primeros meses, recuerdo, se llenaron de nuevo los restaurantes, se oía el bullicio de las fiestas. «Solo se vive una vez.» «Si hemos de morir, que sea con música.» Todo se llenó de soldados, de oficiales.
Ahora, Chenóbil está cada día con nosotros. Un día murió de pronto una joven embarazada. Sin diagnóstico alguno, ni siquiera el forense anotó diagnóstico alguno. Una niña se ahorcó. De la quinta clase. Sin más ni más. Una niña pequeña. Y el mismo diagnóstico para todos; todos dicen: «Chernóbil» Nos echan en cara: «Estáis enfermos por culpa de vuestro miedo.» Debido al miedo. A la «radiofobia.» Entonces, que me expliquen por qué los niños enferman y se mueren. Los niños no conocen el miedo, aún no lo entienden.
Recuerdo aquellos días. Me ardía la garganta, y notaba un peso, una extraña pesadez en todo el cuerpo. «Esto es hipocondría –me dice la médico–. Todos se han vuelto aprensivos porque ha ocurrido lo de Chernóbil.» «¿Qué hipocondría? Me duele todo, no tengo fuerzas.»
Mi marido y yo no nos atrevíamos a decírnoslo, pero empezaron a dejar nos de responder las piernas. Todos los de nuestro alrededor se quejaban; nuestros amigos, toda la gente. Ibas por la calle y te parecía que de un momento a otro te ibas a caer al suelo. Que te ibas a acostar en el suelo y dormirte.
Los escolares se tumbaban sobre los pupitres, se dormían en medio de la clase. Y todos se volvieron terriblemente tristes, malhumorados, en todo el día no veías una cara contenta, o que alguien de tu alrededor le sonriera a otro. Desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche, los niños permanecían en la escuela; estaba estrictamente prohibido jugar en la calle y correr.
A los escolares les dieron ropa nueva. A las chicas, faldas y blusas; a los chicos, trajes; pero con aquella ropa se marchaban a casa y adónde iban con ella es algo que no sabíamos. Según las instrucciones, las madres debían lavar esta ropa cada día, para que los niños vinieran a la escuela con todo limpio. Para empezar, repartieron un solo traje, por ejemplo, una falda y una blusa, pero sin otras prendas de recambio, y en segundo lugar, las madres ya cargaban con las tareas de la casa: las gallinas, la vaca, los cerdos, y tampoco entendían para qué hacía falta lavar aquella ropa cada día. La suciedad significaba para ellos unas manchas de tinta, de barro o de grasa, y no la acción de no sé qué isótopos de corta duración. Cuando intentaba explicarles algo a los padres de mis alumnos, tenía la impresión de que no me entendían mejor que si de pronto se presentara ante ellos un chamán de una tribu africana. « ¿Pero qué es esto de la radiación? De modo que ni se oye ni se ve. Ajajá … Pues a mí el sueldo no me llega a fin de mes. Los últimos tres días estamos a patatas y leche. Ajajá…» También la madre me deja por imposible. Porque le digo que la leche no se puede beber. Como tampoco se pueden comer las patatas. Han traído a la tienda carne china en conserva y alforfón. Pero ¿con qué dinero comprarlo?
Daban ayudas funerales, «funerales» las llamaban. Las daban para los enterramientos. Compensaciones por vivir en aquel lugar. Calderilla. Que no llega ni para pagar dos latas de conservas.
Las instrucciones están hechas para la gente instruida, para determinado nivel cultural. ¡Pero no lo hay! Las instrucciones no están hechas para nuestra gente. Además de que no resulta nada fácil explicar a cada uno en qué se distinguen los «rem» de los «roentgen». O la teoría de las pequeñas dosis.
Desde mi punto de vista, yo a esto lo llamaría fatalismo, un ligero fatalismo. Por ejemplo, durante el primer año no se podía consumir nada de las huertas, pero de todos modos la gente comía de ellas y se hacían provisiones para el día de mañana. ¡Además, con aquella maravillosa cosecha! Prueba a decir que los pepinos y los tomates no se pueden comer. ¿Qué es eso de que no se puede? El gusto es normal. Este los come y no le duele el estómago. Tampoco «arde», se ilumina, en la oscuridad. Nuestros vecinos se pusieron un parqué nuevo hecho de una madera del lugar; lo midieron y el umbral era cien veces mayor del permitido. Pues bien, nadie quitó aquel parqué, y siguieron viviendo con él. Ya se arreglará todo, se venía a decir; no se sabe cómo, pero todo volverá a la normalidad por sí mismo, sin ellos, sin su participación.
En los primeros tiempos, algunos comestibles se llevaban a los dosimetristas, para comprobarlos; resultado: dosis diez veces superiores a la norma, pero luego lo dejaron correr. «Ni se oye ni se ve. ¡Qué no inventarán estos científicos!» Todo seguía su curso: araron los campos, los sembraron y recogieron la cosecha. Se había producido un hecho impensable, pero la gente siguió viviendo como antes. Y los pepinos de tu huerto, a los que debías renunciar, resultaron ser más importantes que Chernóbil.
Los niños se quedaron todo el verano en la escuela; los soldados lavaron el edificio con detergente, retiraron la capa superior de la tierra de todo el alrededor. Pero al llegar el otoño, ¿qué? Pues en otoño mandaron a los colegiales a recoger la remolacha. Mandaron a los campos incluso a los estudiantes de las escuelas técnicas. Los mandaron a todos. Chernóbil era menos terrible que dejar la cosecha sin recoger en el campo.
¿Quién tiene la culpa? Dígame, ¿quién tiene la culpa, si no nosotros mismos?
Antes no apreciábamos este mundo que nos rodea, un mundo que era como el cielo, como el aire, como si alguien nos lo hubiese regalado para toda la eternidad, y como si no dependiera de nosotros. Allí estaría para siempre.
Antes me gustaba tumbarme sobre la hierba en el bosque y contemplar el cielo; me sentía tan bien que hasta me olvidaba de cómo me llamaba. ¿Y ahora? El bosque está hermoso, lleno de bayas, pero ya nadie las recoge. En el bosque en otoño es raro oír una voz humana. El miedo está en las sensaciones, a un nivel subconsciente. Solo nos han quedado el televisor y los libros. La imaginación. Los niños crecen dentro de casa. Sin el bosque, sin los ríos. Solo pueden mirarlos desde la ventana. Y son unos niños completamente distintos. Y yo me presento ante ellos: «Hora sombría. Delicia de la vista», con mi Pushkin de siempre, un Pushkin que antes me parecía eterno.
A veces me asalta un pensamiento sacrílego: ¿Y si de pronto toda nuestra cultura no es más que un baúl lleno de viejos manuscritos? Todo lo que yo amo…
Svetlana Alexiévick (Bielorrusia, 1948)