Agosto, llévame en tu ardorosa
velocidad de topacio
Diecisiete,
A las cuatro de la tarde:
Veo deslizarse en el silencio del jardín, hacia el Este, tres ratas negras entre matas de flores, perfumadas de lavanda y hediondas de santa maría, mientras los pájaros vuelan azorados hasta los árboles. Galopan en la soledad con brincos elásticos pero lerdos, retrayendo las patas traseras y lanzándose en seguida al vacío estancado del aire rastrero. De pronto se quedan inmóviles y contemplo, igual que ellas con estupor, como mudo se descuelga por el muro medianero del fondo cubierto de hiedras melancólicas, hacia el Occidente Iblis o su espectro fantasmal.
-¿ No serán las mismas que royeron un día su pequeño corazón, desenterrándolo, hace más de un año?
-¿ Será él mismo que nunca murió o resucitado?
Le llamo desesperado. Le silbo con el tono largo y misterioso que solo él conoce como el del silbato del contramaestre en el momento justo del sol poniente, desde el puente de los viejos barcos en que navegaba a Galápagos, mientras la noche avanzaba a nuestras espaldas, desde el Oriente, más allá de la Isla del Muerto.
Apenas me mira y, desviando ya en el suelo su camino cruza hacia el Norte y desaparece tras la tapia para siempre. Las ratas, a su vez, no sé por dónde se habrán metido en sus tenebrosos laberintos bajo la tierra.
Hacia las 6 y media:
Recién obscurece levemente. Estoy parado a la entrada de una botica. Encima de una esquinera puerta corrediza un largo y angosto letrero dice “Pharmacy+s”. Me sorprende como emergiendo de la noche que comienza. De mi inconsciente también empiezan a brotar los recuerdos, gota a gota.
-¿Cómo estás?. Hace tiempos que no te veo, será como un año. ¿Qué haces? ¿Qué buscas aquí?
-Nada- le mentí. La última vez que estuvimos juntos no es un año sino apenas nueve meses. Quisiera saber de ti- miré sus ojos tristes -. A dónde puedo llamarte. Dame tu celular o tu correo…
Me dio ambos y me pidió los míos. Al besarme me rozó con los labios húmedos la barba y la vi luego desvanecerse poco a poco, solitaria, a la contraluz crepuscular de la pared incásica de piedra pulida de la iglesia de San Blas erigida sobre las ruinas del antiguo templo de Pachacámac.
Cuando le casi grité:
-¡ no te vayas ¡. Ya era tarde.
A eso de las 8 y media de la noche:
Cielo tenebroso. Abajo, la misma farmacia del otro lado. Sobre el Occidente en un claro luminoso, a unos treinta grados de altitud, brilla una luna en creciente de tres días. Debajo, como una gema pendiente de un color azulado Venus que para Agosto es vespertina. Pronto las montañas de Soldados se tragarán a ambas. Mientras tanto las siento, no como deidades amorosas sino extrañas a pesar de estar desnudas o Diana o Afrodita, sino bestialmente carnales, cercanas y voluptuosas: la Quilla que se hincha cada mes de menstruo hasta parir sangrante en la tierra escondida de Ucupacha, el reino de los muertos, durante los eclipses. Y Chasca, amante, llena de semen nebuloso y que nunca queda preñada de Inti, en el mito solar quichua.
Cuando de pronto, arriba hacia mi izquierda, me arranca del ensueño cosmogónico, desde un horrible y pútrido puente a desnivel asomándose al antepecho de latón oxidado, la muerte disfrazada de joven puta callejera. Me hace un guiño con la ceja finamente dibujada sobre una cuenca vacía. Me muestra, alzándose un suéter, que parece bermellón, unas lívidas tetas enormes, y se pone a tararear en medio de jadeos orgásmicos, cambiándolo ligeramente, un conocido y equívoco merengue tropical:
Si-te- metes-en-mi-cu-cu… aaah…
No-te-metas-con-mi-cu-cu
Que-lindo-es-mi-cu-cu…Ayy…
Mientras baila, parece que meneándose, y con unos levísimos pasos ingrávidos que no resuenan en el piso temblante de hierro tol manchado de excrementos. Después me dice con una vez apagada y cavernosa:
Mi amor, chachay que frío. Vamos para calentarte… te cobraré bien barato o tal vez nada si te dejas amarrar el pescuezo con el nudo de mis piernas.
-Seguro que a de ser para ahorcarme- pensé para adentro sin decir nada
Se baja, toda silente, por la escalera. Le ciñe el esqueleto, desde los riñones, un bluejean apretado con una cintura delgadísima. Las bastas deshilachadas le caen sobre sus altos tacones dorados fosforescentes, propios de su oficio, tapándole los muñones. Y antes de doblar la esquina, no hacia el cementerio cercano sino hacia una vieja y abandonada clínica del Seguro Social Ecuatoriano, donde alguna vez estuve enfermo, me pide que la siga, señalándome hacia el horizonte invisible, con un gesto obsceno de sus manos huesudas enguantadas de amarillo. Ahí, más allá de la tiniebla, debe estar a esta hora fulgurando centelleante la ardiente Cruz del Sur sobre los hielos.