Hay libros con un barniz infantil que son para bucear en ellos bastante después de haber superado la niñez, como El Principito, de Antoine de Saint Exupery. El autor del Principito, desde la dedicatoria, deja en claro que el libro va dedicado al niño que aún reside en el corazón de un adulto de cualquier edad, o sea, va dirigido a un joven de por vida, el que no ha perdido su capacidad de asombro, de admirar y alimentarse de lo sencillo que es en sí lo complejo. El Principito, en su asteroide B 612, amaba a la flor vanidosa que cuidaba junto a una oveja y a tres diminutos volcanes, dos en actividad y uno apagado al que también deshollinaba, por si acaso despierte de repente y no lo vaya a sorprender con una erupción plínica.
El Principito abandonó temporalmente a sus compañeros planetarios por el prurito de ver qué había fuera, tal vez lo suyo era caduco y no valía la pena tanta devoción por los ralos habitantes del asteroide B 612. Así viajó en el espacio visitando otras esferas donde la gente se hallaba enajenada por sus deseos mundanos. Sus aventuras no fueron en vano, moverse hacía fuera no vino a ser un circuito superficial, estar lejos de su hábitat lo hizo verse a fondo a sí mismo, y entender que sus rituales en casa constituían su verdadero tesoro.
El escritor ecuatoriano, Juan Montalvo, decía que hay hombres que son privilegiados con una segunda y hasta tercera juventud. El aviador Antoine no llegó a la tercera, desapareció bendito en los cielos cursando la segunda. Y su espíritu sigue vigente en el tiempo-espacio de su creación, donde El Principito nos comparte la sencilla existencia de un complejo vividor, del que hay que imbuirse sin que el educando sea oprimido por lecturas que sólo responden a una obligación escolar, y después tenemos adultos estacionados en la decadencia. Paradójicamente, la inmensa mayoría de estudiantes que se les ha dictado la lectura como un deber, en su vida adulta no se dan tiempo para evolucionar con una literatura exigente, y no ambicionan nada que los haga ser revolucionarios de su propia existencia. En estos días de desprecio a los valores de la Pachamama, apenas cesa la obligación de leer para rendir un examen de “cultura general”, se ocupan de la mañana a la noche en los sueños de paja que trae el trajín esclavizador. Cervantes, quien quedó manco en la batalla de Lepanto que el Quijote la calificó como la más célebre de la era humana, ya nos advirtió que para leer hay que estar en activo reposo. Desocupado lector…, así empieza el prólogo de Don Miguel a su obra indeleble que la concluyó con un pie en la tumba. Don Quijote, y El Principito, nos enseñan que cuando se trata de ir tras una aventura bien surtida de portentos, de mito y magia, de vestiglos y endriagos, hay que hacerle el quite a la absurda cotidianidad.
El mensaje del Principito no llega a los individuos amarrados a las cosas que apenas entretienen y han banalizado su existencia, volviéndose tan automáticos como los útiles que adoran y para los que trabajan hasta la amnesia de la espiritualidad inmanente al ser humano, convirtiéndose en celadores de la cadena perpetua que el libre mercado ha dictado contra ellos, colgados de por vida en los percheros de los templos del consumismo. Estar ocupado garantiza la excelencia para la explotación de los recursos terrenales, y todo sirve con tal de que sostenga el desquiciado objetivo de dejar en soletas a la Naturaleza salvaje, la consigna para modernizar la Naturaleza es sugerida desde que se está en el vientre materno, y continúa por décadas en los centros de adoctrinamiento borreguil. Destruir al niño que cuida de una flor y deshollina sus volcanes, es la meta de una sociedad de enjambre que no forja lectores. Sin embargo, aunque no hay manera de escapar completamente del constante bombardeo de los mensajes subliminales -y en crescendo descarados- de la propaganda enajenante, la resiliencia de los pocos persiste y vienen a ser los que al cabo de un largo desasimiento se gradúan de Desocupados lectores, y éstos se dan modos para reivindicar al Principito preocupado porque la oveja se puede comer a su flor. La tarea del Principito es la de rescatar al niño que lleva adentro un adulto y, antes de que sea un enfermo incurable, sacudirlo de su fantasía maquinista, redimirlo con las pequeñas felicidades que brinda lo original, las únicas que un hombre concreto tiene a mano con sus sentidos, la mente y el corazón puestos en las parcelas verdes que ha preservado a su rededor.
La Sirenita, de Christian Andersen, es un cuento dorado con un pincel infantil que encierra aberraciones masoquistas. La donosa Sirenita vende su alma a una horripilante bruja oceánica para tener acceso a la bipedalización y así enamorar y ser amada por el príncipe de sus sueños, al que en una noche aciaga lo liberó de morir en alta mar. Fue un pésimo negocio para la Sirenita caprichosa, el precio que pagó a la maga no compensó el castigo que se auto infringía, pues, transformar su larga cola de pez en un par de sensuales piernas de mujer prieta, devino en un calvario completo. Perdió la hipnótica voz de las sirenas y, a cada paso que daba en pos del hombre anhelado, se ganaba el punzón de filos cuchillos hundiéndose en los píes. Sumándose al espantoso tormento físico de la Sirenita perdida por un deseo contra natura, el asediado galán nunca le correspondió como ella esperaba, él sólo tenía memoria de ser quien la recogió devuelta por el océano, en una sábana de sargazos, y la rodeaba con el sincero cariño fraternal y solidario de un ex náufrago hacia la náufraga que tuvo en suerte salvar. Mientras que la Sirenita, cada vez que movía sus piernas, y hasta danzaba para su amado, se tragaba su dolor y disimilaba su tortura con una sonrisa. Todo ese derroche de amor masoquista iba a un saco roto. A las agujas pinchando su delicada carne, se añadió la herida involuntaria que le propinó el príncipe, quien pronto contrajo matrimonio con la doncella propia para ello, la que lo descubrió inconsciente en la playa y él perennizó en su memoria como su ángel guardián.
La Sirenita no consiguió más que infiernos por su insano propósito de ser mujer terrestre, la sentencia de convertirse en espuma de mar que pendía sobre ella por no lograr su propósito de llevar a su amor al tálamo nupcial, vino en realidad a convertirse en un alivio a sus tormentos. No terminó comiendo perdices con su príncipe elegido, mas su deseo de poseer una alma inmortal se ha cumplido hasta la fecha. Está viviendo en los que hicimos un seguimiento de su historia posterior, ¡oh, fatal Sirenita! Si hubiese sido un amor platónico se habría ahorrado mutaciones y cuchilladas, en la esfera platónica no se requiere el concurso carnal del ser deseado, basta con una de las partes para montar la fábrica de mieles y temores de un amor imprescriptible.
La Sirenita, más allá de su actualidad, se ha ganado -en mi caso- una especial atención por la mención que hace de ella Thomas Mann, en su obra cumbre, DoKtor Faustus. Si no hubiese sido por la lectura del DoKtor Faustus, nunca me hubiera conmovido con el atroz sufrimiento de la Sirenita, habría permanecido como una fábula más de la niñez. Thomas Mann toma prestada a la Sirenita, de C. Andersen, para que Lucifer se la ofrezca, como parte de su paquete tentador, al talentoso y joven músico Adrián (personaje inspirado en la trágica vida del filósofo de las altitudes aquilinas, el poeta del martillo y la dinamita: F. Nietzsche).
En la trama del Doktor Faustus, la Sirenita, pasó a conceder sus favores al músico Adrián quien, insensible al dolor de su presa, la usó durante los veinticuatro años que duró el pacto con el Tentador. El músico que se encaramó en las más altas torres sinfónicas, a las que sólo un poseso genial las alcanza, en un acto de contrición pública, al final de la novela, reconoce que si bien le agradaba la Sirenita en su forma natural de pescado, holgaba a plenitud de su cuerpo cuando con sus piernas de mujer se retorcía del dolor en el lecho abrasante. Y lo insólito, Adrián procreó con ella un vástago de abrumadora belleza integral, un querubín, cosa que produjo la temprana desaparición de la criatura porque le inspiraba al frío músico una verdadera veneración, y ese tipo de amor le estaba vedado a un preso de sus demonios.