Y deja que me hunda en tus
claros ojos
mezcla de ágata y metal…,
Del poema 37
Me sumergía casi todos lo días en sus ojos profundos, enormes, abisales, los mismos de Matilde de un color azulado acuoso en los que parecían flotar hacia la superficie del iris volutas nebulosas como en las canicas de vidrio atraídas hacia el círculo del destino de la moña:
que nunca tirarás a la Lola
o los mapas ardorosos que trazaba el sol entre nube y nube en las laderas verdinegras, cuando de niño volteaba de pronto la cabeza hacia el cerro del Ayahuayco.
Acariciaba en seguida su piel blanca con reflejos dorados hacia el hueco de la espina dorsal ¿la de Matilde? Mientras sentía en mis manos su caliente temblor que tremaba en un ronquido final que apenas se oía en el orgasmo.
No era uno o una más del alrededor de treinta que amé desde la infancia. Era tal vez el más amado cuando encarnaba toda la belleza del mundo en la posición de la esfinge, coronada por su rostro femenino de Gioconda y su grupa infinita delineándose contra el horizonte invisible.
Cuando se fatigaba de mí, y sobre todo de mi amor posesivo, huía al jardín a perseguir mariposas, pájaros, y abejas que rodaban borrachas al caer embutidas hasta el fondo de los cálices violetas de los jacarandás. Al otro lado del vidrio de las ventanas seguía admirado sus pasos fuertes, elásticos y sensuales, que hacían sobresalir sus músculos tensos entre los tendones de sus piernas perfectas, su ritmo desnudo de bailarina sagrada, su misterio nocturno de muchacha lémur de Madagascar.
A veces se perdía en la tiniebla saltando como una bacante poseída, hermafrodita de la noche de brujas. O regresaba mojado entre los rayos, truenos y relámpagos de las tormentas de la tarde con una centella en el fondo de las pupilas, y casi siempre con un olor a hembra almizclado y atosigante.
Entonces decidí mandarle a castrar mas que pensando en Abelardo y Eloísa, no sé si por celos o para no perderle por siempre jamás. No quise ver su sangre ni su carne abierta como una flor, así que aproveché la invitación de un amigo a la Garganta del Diablo en Iguazú, para mi ausencia culpable. Pero antes pasé por una pequeña clínica de abortos clandestinos del tercer mundo, cercada de un terreno desolado, de estramonios venenosos, donde únicamente crecía, lo recuerdo no sé por qué, un granado cargado ese rato de frutos rojos y globulosos. La cirujana que trató conmigo, a mis insistentes llamadas, de una mirada cómplice y medrosa, cubierta la nariz y la boca por una mascarilla, me recibió tras la puerta con un brillante fórceps, mitad tijera y mitad tenaza, en la mano derecha mientras sostenía con la siniestra un crío gordo y desnudo que lactaba colgado de una teta enorme con orla magenta:
-Apúrese que estoy ocupada.
-Así se ve -le respondí simplemente.
-¿A quién busca? ¿Qué quiere? ¿Algo le pasó a su amiga?
-Nada y ya se fue –respondí en tono triste. En seguida le solté casi en la oreja el secreto atroz que me traía. No se inmutó:
-¡Ahh!…eso cuesta más porque es más peligroso. Me dice que es grande y estos no se duermen tan fácilmente acostumbrados como están a trasnochar. Verá que tengo que gastar gas anestésico, y además sólo tengo el halotane que está escaso y me entregan de contrabando.
-Qué me importa el precio con tal que no lo mate –le grité amenazante cerrando así el diálogo cuando ya me suplicaba que bajara la voz.
Cuando regresé, emergiendo de la madre de las aguas, chorreante hasta el tuétano como un vencejo, me encontré con un eunuco plácido, ligeramente gordo y untuoso. Sin embargo estaba más bello que nunca y se apegó a mi con un amor desesperado. Es cierto que yo también comenzaba a envejecer y sentía éste como mi último amor, o cuando menos secretamente como el penúltimo. El primero quedaba remotísimo, habían pasado como setenta años desde que vi a Yazmine abandonarme para perderse poco a poco, más allá del límite visible por un plano inclinado de soledad y de silencio. Cuando la llamé, como también más tarde a otros más, sólo me miró por última vez volviendo la cabeza y nunca me contestó. Igual que Iblis, después de sus correrías nocturnas:
-Amor ¡qué hiciste!
-¿A dónde y por dónde te fuiste?
-¿Con quién estabas?
Sin embargo aprendí a descifrar sus lenguajes, sobre todo el de Iblis, a través de sus húmedas miradas a veces tiernas, otras salvajes, en apariencia herméticas mas en el fondo llenas de la serenidad brutal y cruel de todo lo existente.
Hasta que sucedió lo inevitable, pues a los dos el paso de la fiesta de la vida nos había obligado a ignorar lo perecedero del instante.
Una tarde, a eso de las siete, mientras anochecía, apareció en el portón una figura que se destacaba contra el crepúsculo entre gris, lila y frío posterior a las tempestades del solsticio de fines de diciembre. Él no había salido sino que permanecía desde antes de la lluvia, primero de pie luego acurrucado, junto a la estufa encendida. En sus ojos fosforecían, entre verdes y rojizos los chisporroteantes reflejos del fuego. La sombra se fue acercando con pasos levísimos a la candela y pude divisar desde abajo su rostro céreo, amarillento y excavado. No me acuerdo si le tapaba la cabeza un gorro incoloro de visera que le ocultaba las cuencas vacías o una boina vasca deformada que le caía sobre las cejas oscuras, pero sí tengo presente como si fuera ahora, que le cubría una pelliza largísima y anticuada, ya un poco raída, cosida de la piel peluda de algún infeliz animal muerto, pero que a los dos nos pareció hecho del pelo vivo de un enorme perro o del propio pellejo velludo del misterioso personaje que exclamó, con una voz ambigua, más bien femenina y suave, anteponiendo la interjección quichua mientras tiritaba:
-Achachay, que frío.
-Es que aquí llueve todos los días desde hace casi dos semanas.
Iblis, o más bien Thomas su representación terrena, permanecía mudo y alerta cuando creí que iba a gritar y huir despavorido. Recuerdo que era dos días después de la Navidad y unos tres antes del Año Viejo, es decir en los inicios de la estación de las farsas de los Santos Inocentes en que se rememora la degollación de los cándidos infantes de Belén de Judá por los sayones del rey Herodes, Tetrarca de Galilea.
Así es que primero creí que era alguien que conocía, escondida tras la máscara de la muerte benigna. No obstante Iblis, con sus infinitos sentidos de Señor del Bajo Universo, sabía de la substancia de la amenaza y al sentirse traicionado por mí y sus vasallos de un gran salto cruzó el umbral y se detuvo un momento, yo abandonando toda otra consideración mundana me lancé en su busca, volvió la cabeza desde la penumbra creciente y me miró cargado de infinito rencor y tristeza. En seguida se perdió para siempre en la tiniebla, a la par que la aparición también se iba, una vez cumplida su función en el Misterio. Al despedirse dijo llamarse no sé si Casilda, Morgana o Mygdal, mientras yo recién me daba cuenta que era un súcubo de los que merodean al ras del suelo, recién vomitado de un bestiario de licántropos y cinocéfalos.
Después, a eso de las diez, mientras todavía le llamaba desesperado escuché los ladridos ya lejanos de las tres cabezas del Canservero, disfrazadas de perros guardianes, que cumplían el sacrificio sacrílego de destrozar ritualmente a su Señor y enterrarle quién sabe dónde. No para evitar que sea pasto de las ratas y de las larvas rosas de las cresas de las moscas verdes de la muerte, o para que yo no lo encontrara jamás, sino para ocultar el asesinato de Iblis, que en las suras sacras del Corán es el rey de los demonios y que cometió el pecado del orgullo de no inclinarse ante el hombre, a quien Aláh había enseñado a contar, hablar, nombrar las cosas, y tal vez amar las innumerables y voluptuosas sensuales manifestaciones de la materia.
Por mi parte sabía que Iblis tenía algún cercano o remoto origen en la estirpe de los gatos Sagrados de Birmania que ayudan a transmigrar las almas de los muertos, o me imaginé torpemente que trasladaría un día, más bien lejano mi alma, por las llanuras altísimas de los Andes para entregarla a un pequeño pájaro negro, no sé si pariente del cuervo, que grita empavorecido ¡sucsupic! en las pampas vertiginosas y sombrías, adivinando el vuelo oculto del gavilán perdido en los ojos nebulosos de Matilde