El maldito Edi y nosotros
Mi existencia la debo al Maldito Edi (o a cualquiera de ellos). Sin él no hubiera nacido, ni yo ni Eugenia, y la vida en el pueblo no hubiese tenido sabor, ni sueños. Pero, sinceramente, no le estoy agradecido. Ya no.
El Maldito Edi es un vago y narrador. No tiene una edad exacta y su imagen es una contradicción. Hace mucho tiempo, algunos dicen que desde que se formó nuestro pueblo, él aparece periódicamente, trae cosas asombrosas, para las que siempre existen compradores, cuenta historias, y, sorpresivamente, así como llega, desaparece. Nadie sabe exactamente de dónde viene y a dónde va, cuándo aparecerá de nuevo, tampoco cuál es su origen y su nombre verdadero.
Los campesinos de mi pueblo dicen que él es gitano: un día le habían echado de la aldea por incesto y le habían condenado a errar infinitamente en soledad (de ahí proviene su apodo, según la versión). Sin embargo, no está claro hasta dónde esta versión responde a la verdad, sobre todo porque la última vez el Maldito Edi fue rubio, con ojos azules, labios delgados y rosados, alto, fornido, elástico, y parecía más un alemán que un gitano.
A pesar de que todos mis amigos, parientes y familiares insisten en lo contrario, yo supongo que el Maldito Edi no es una sola persona. La última vez, como lo dije, era rubio. En su visita anterior apareció moreno, con ojos como aceitunas, sonrisa calurosa y voz profunda que brotaba del vientre. Mi abuelo solía decir que el Maldito Edi tiene ojos verdes, pelo de color castaño y labios de mora. Y mi padre lo describe como un hombre bajo, peludo, con huecos entre los dientes y aliento hediondo.
–Claro que si es él, no hables tonterías. Simplemente, el camino y el tiempo cambian al hombre –siempre me interrumpen, sin escuchar mis argumentos, cuando trato de hablar sobre el tema.
Tal vez tengan razón. Es muy probable, porque no importa con qué imagen aparece, la gente a menudo lo reconoce. “El Maldito Edi otra vez llegó”, el rumor corre por las calles con la velocidad del viento otoñal y el día laborable se transforma en una fiesta.
Mi abuelo, a quien unos respetuosamente llaman “general Rosa” y otros le dicen “este viejo bandido Rosa”, ambos por su participación en la revolución humana que había sucedido lejos de mi nacimiento y sus resultados todavía se deslumbran, se había enamorado de la abuela de Eugenia. Tan enamorado que le había robado de la aldea vecina: le había montado sobre su caballo como si hubiese sido una cierva herida. En aquellas épocas regían otras reglas, el deseo y el amor se habían expresado en otro idioma, incomprensible para nosotros hoy en día. Por eso la gente del pueblo había recibido a mi abuelo como un héroe y había jurado que con sus rifles cuidarían a la novia si alguien se atrevía a buscarla. Pero así como sucede en la vida, en vez de los parientes de la abuela de Eugenia, llamada Almería, en el pueblo había aparecido el Maldito Edi. Y la noticia en seguida había llegado hasta las orejas de mi abuelo, a quien en este tiempo no le llamaban “general Rosa”, tampoco “este viejo bandido Rosa”, sino simplemente “el hijo de Rosa”.
–Mañana nos casamos –había dicho él, mi futuro abuelo, a su amada, encerrándola en la casa, y había salido a la plaza como los otros campesinos, para escuchar las historias del Maldito Edi y asombrarse con sus objetos.
–¡Regresa en una hora! ¡Si te demoras, no seré tuya! –había gritado Almería, mientras él se alejaba.
Mi abuelo había agitado con la mano sin responder nada.
Sesenta años más tarde, cuando escuché esta historia de mi papá, él me dijo que según el suyo (es decir, según mi abuelo), ese gesto significaba “Regresaré cuando quiera, ¡y tú debes saber tu lugar!”. Sin embargo, mi abuelo supone, me contó mi papá, que Almería había aceptado el gesto como “Bueno, bueno, no grites tanto”. En esta diferencia de interpretaciones se apreciaban las premisas de que nacería mi papá y consecuentemente mi futura existencia.
Había ocurrido así: esa misma noche el Maldito Edi había contado una historia cautivante sobre algunos maori que había descubierto al otro lado del mundo. “Los maori son gente libre como el aire, con cuerpos y caras tatuadas. Y si les gusta el visitante no invitado lo amontonan con regalos y lo invitaban a la cama familiar, en caso opuesto, se lo comen.” Y entonces el Maldito Edi había mostrado unas cositas hechas de hueso de ballena, para comprobar que los maori le habían aceptado y no se lo habían comido, y así los campesinos no tendrían que asustarse por tener a un espíritu delante de ellos. Había pasado una hora y lo interesante recién se había extendido. En otras palabras, mi abuelo se había demorado. Entonces Almería, más por terca y por orgullo que por falta de ganas de casarse con mi abuelo, había escrito: “Tú no cumpliste la palabra, pero yo cumpliré la mía. Te abandono: Almería”. La carta de despedida había tenido una posdata “Puse a remojar las ropas sucias, para que salga la sangre”. Lo ambiguo de la última frase había sido decisivo sobre el destino de mi padre y mi nacimiento. Pero vamos en orden. Almería no había tenido a dónde ir. Regresarse a su casa ni pensarlo, pues ya pertenecía a nuestro pueblo a menos que alguien llegase a buscarla, así eran las reglas de aquellos tiempos. Además, había estado cansada y con el orgullo herido. Por eso había saltado la cerca de la casa vecina, comprometiéndose con el único hombre que encontró adentro. Por un capricho de la vida, el futuro esposo de Almería y futuro abuelo de Eugenia había estado en la casa y no entre la audiencia de la plaza, porque el mismo día una culebra le había mordido. La curandera del pueblo, más cercana a la brujería que a la medicina, le había chupado el veneno, le había puesto burundanga sobre la herida y había ordenado a los padres que le dejaran solo hasta la mañana. “Si no muere hasta el amanecer, vivirá hasta que lo desee. Lo más importante es que nadie entre en su habitación hasta mañana”. La curandera-bruja debería sabido muy bien que aparte de curar, la burundanga también temporalmente paralizaba la voluntad de la persona. Y por esa razón, quizá, no quería a nadie alrededor. Por eso, aunque horrorizado de la invasión de Almería por la ventana, el futuro abuelo de Eugenia, con cerebro turbio por la burundanga, en seguida había saltado para cumplir su deseo:
–Vine para ser tu esposa –había dicho Almería, sin distinguir a quién hablaba, pero decidida categóricamente a casarse con el primer hombre que prefiera sus propios sueños a los cuentos del Maldito Edi.
Apenas había dicho esto, el futuro abuelo de Eugenia la había tomado de las manos y la había llevado al altar. Pero la iglesia había estado cerrada, porque el cura también se había encontrado en la plaza. Así que ambos habían esperado hasta que termine el espectáculo del Maldito Edi. Pero bien, aunque muertos de cansancio, a la medianoche se habían casado.
La burundanga había influido hasta la mañana. Cuando su efecto se había esfumado, dentro del futuro abuelo de Eugenia había surgido la duda de que se había casado con su propia muerte. A pesar de todo, había aceptado su destino, silenciosamente, pues había tenido miedo de la vida en el otro mundo. Y sin dudas, Almería había sido una verdadera belleza.
Por supuesto, mi abuelo había estado tan furioso que al siguiente día, así por joder, se había casado con mi abuela. Ella era hija de la curandera-bruja y de un padre desconocido, se supone que puede ser el mismo Maldito Edi –¿quién más si no un hombre supernatural podría meterse en la hamaca de una mujer como la curandera-bruja?–. Mi abuela era muy flaca. Y gracias al Maldito Edi quien, después de su muerte contó por todo el mundo como ella había fallecido de flacura, surgió una enfermedad con su propio nombre: Anorexia. Los campesinos molestaron a mi abuelo diciéndole que hubiese sido mejor casarse con un chico, y tras risas, también le aconsejaron que en el otoño ate a su novia a un árbol para que no se la lleve el viento. Pero él no les había prestado atención.
A mi abuelo le había interesado sólo una cosa: la venganza. Y mi abuela poseía el talento de prender fuego con su mirada a distancia, sin más. Entonces, para ser sincero, este había sido el motivo fundamental de la boda. Dicho de otra manera, mi abuelo realizó el primer matrimonio por interés en nuestra aldea. Esperaba que su esposa quemara, con sus ojos, a la propiedad vecina.
Al principio Anorexia no había estado de acuerdo, pero al final accedió a sus pedidos y amenazas, porque sintió pena por su esposo, ese gran amor hacia Almería le hacía sufrir mucho a mi abuelo. Pero las mujeres siempre piensan algo diferente que los hombres. Anorexia individualmente había decidido que quemaría solamente al abuelo de Eugenia, entonces, según su plan, la viuda Almería podría regresar con mi abuelo, y él descubriría su paz. Pero no sucedió así. Entre las llamas de la cabaña, el abuelo de Eugenia con todas las fuerzas de su corazón había pedido vivir. Y como había predicho la curandera-bruja, él podría morir únicamente cuando lo desee, porque ya había sobrevivido a la culebra y a la burundanga.
Cuando vio que su propia venganza se iba a diablos, mi abuelo había decidido vengarse en nombre de la gente. Esta idea había surgido después de una aparición del Maldito Edi, quien contó que el país se preparaba para una revolución humana. Sin pensarlo mucho, mi abuelo, “el hijo de Rosa”, había abandonado la aldea para unirse a los buenos. Mas tarde, después de la victoria, había liderado una contra-revolución contra los mismos, y después otra vez contra los nuevos vencedores, etc. Hasta que en un momento había perdido la conciencia de si era un general o un bandido. Antes de meterse en la lucha humana, mi abuelo, sin embargo, había descubierto tiempo para embarazar a Anorexia. Dicen que cuando estaban haciendo el amor lo hicieron de pie, porque él tenía miedo de aplastar a su esposa (en estas épocas era un pecado que la mujer esté por arriba de cualquier cosa). Pero a la gente le gusta chismear, además si esto fuese verdad tampoco importa. Más importante es que después de dieciocho años cuando mi abuelo, muchas veces traicionado y premiado con medallas, llamado con el mismo entusiasmo general y bandido, había regresado a la aldea, lo esperaba el desastre más grave a su vida: su único hijo, mi futuro papá, se había enamorado tormentosamente de la hija de los vecinos. Para no poner obstáculos en el amor y también para que siga fiel a su esposo, Anorexia había preferido morir un poquito antes de su regreso. Había dejado de comer nomás, y ya. La boda entre mi papá y la futura mama de Eugenia se había anunciado para después de diecisiete días, entonces se acababa el luto en memoria de Anorexia.
–¡Traicionero! –había gritado mi abuelo, escuchando la noticia.
–O me matas o ven a mi boda –había propuesto mi papá, tranquilamente.
Mi abuelo había acercado la mano hacia la cintura, pero en vano, pues había entregado la pistola cuando al jubilarse de la revolución humana. Entones, él había empujado a mi papá, había entrando en la cocina y cerrando la puerta con el pie, y desde allí con la boca llena, había gritado:
–¡No dejaré este asunto sin justicia!
Y lo había cumplido.
Después de mil burradas y de agotar todas las maneras sabias, mi abuelo había traído al Maldito Edi, su última carta en la manga. Toda la aldea había venido a nuestro patio esa noche. La parte delantera de la casa había estado repleta. Incluso mi hermano, que tiene olfato de negociante, se queja, y no es broma, de no haber nacido en esa época para poder vender entradas para este show inolvidable, en el patio de nuestra casa. Allí, entre la espera excitada hasta que pase algo importante, el Maldito Edi había comenzado desde lejos. Primero se había referido a cómo en sus vueltas por el mundo había encontrado monstruos de dos cabezas, gente con seis dedos, cabras con tres patas, gatos sin orejas, etc. Todos ellos frutos de incestos habían maldecido a sus padres por su pasión tan egoísta. Después el Maldito Edi había sacado unos dibujos mostrando estos objetos. (Estos croquis, hechos por él mismo, probando así sus palabras, se aceptaron como obras maestras del arte moderno y se habían vendido con gran éxito entre los campesinos.) Y cuando había llegado el momento para las conclusiones, el Maldito Edi había sacado una hoja antigua y la había mostrado a la multitud, gritando hacia mi papá:
–¡Deténgase, hombre! ¡Esta boda es una eutanasia!
En esta época la gente de la aldea todavía usaba los nombres verdaderos de la cosas, sin mezclarlos con palabras tan complicadas y desconocidas, pero a mi papá se le había ocurrido que la eutanasia era algo doloroso, entonces había decidido defenderse de una manera categórica:
–Puede ser una disección, ¡también me casaré!
La palabra disección la había escuchado del mismo Maldito Edi en su visita anterior e inexplicablemente había estado en su memoria para salir en el momento correcto. Sin embargo, no había dado un resultado positivo. Los campesinos se habían confundido más: arrancaron la hoja antigua de las manos del Maldito Edi y pasándola de uno a otro, la leían en voz alta.
–Puse a remojar las ropas sucias, para que salga la sangre –habían repetido cada uno.
–¿Ya esta claro? –había preguntado mi abuelo.
–No –gritaron todos.
–Bueno, lo explicaré –había dicho él–. La nota es de Almería.
Ella ya había muerto, entonces no podría confirmar o rechazar su afirmación.
–¿Y qué? –había preguntado alguien.
–Esa sangre es la prueba de que estos dos –había señalado a mi papá y a su novia– son hermanos, tienen el mismo padre: yo. Si les dejan casarse, la aldea se va a llenar con anormales, con monstruos. ¿Eso quieren? ¿Por eso luchábamos?
–¡Mentira! ¡Yo fui el primero y el único hombre de Almería! –había defendido el honor familiar el abuelo de Eugenia.
Pero nadie había aceptado sus argumentos, porque el Maldito Edi había denunciado que la noche de la boda había estado bajo la influencia de la burundanga, incluso había mostrado la receta con la firma de la curandera-bruja. Por supuesto, él había actuado y hablado tan categóricamente que a nadie se le ocurrió preguntar qué es burundanga, y tampoco de cómo la curandera-bruja firmó recetas si todo el mundo sabía que es analfabeta.
–¡No queremos monstruos! No somos la capital –habían gritado los campesinos a una voz.
Y después, exaltados y furiosos, habían obligado a mi papá y a su novia a no casarse jamás entre ellos, sino que escogerían nuevas parejas entre la multitud. Para más seguridad, habían decidido que les escogerían parejas por sorteo, y además que se casarían inmediatamente con los nuevos elegidos. Como resultado de esto, para bien o para mal, nacimos Eugenia y yo, divididos por un muro. Estoy hablando de la misma Eugenia que es mi vecina y mi enamorada.
En los años de mi juventud la aldea cambió bastante. La memoria se decoloró, y el viejo orden perdió su solidez. Después de aquella noche deshonrosa, el abuelo de Eugenia voluntariamente había deseado morir. Mi abuelo le siguió a la tumba, cuando en mi manual de historia leyó que sus luchas habían sido antihumanas y absurdas. Así que ya nadie ponía obstáculos a nuestro amor con Eugenia. A propósito, mi papá de todas formas trataba de animarme a que termine su causa, los otros eran indiferentes, y la vida privada ya se convertía en asunto privado. Y yo me puse a soñar: cómo un día, muy pronto, me casaría con Eugenia, cómo ella enseñaría en la nueva escuela, recién construida, y yo administraría el local de mi papá, cómo tendríamos hijos, y cómo envejeceríamos bellamente, en armonía y alegría. Al mismo tiempo Eugenia compartía mis sentimientos y deseos.
Pero no. Otra vez apareció el Maldito Edi y todo se confundió. Fue diferente de las veces anteriores. Sin embargo, la gente lo reconoció en seguida y le recibió con brazos abiertos como viejo amigo. Y él logró sorprendernos otra vez. Ahora con eso de que no ha venido a contar, ni a vender sus cosas raras, sino que había venido para escuchar… y para comprar, ¡imagínense! Pero eso lo descubrimos cuando ya fue tarde, cuando el efecto de la burundanga –que generosamente nos brindó y echó en los vasos– ya había pasado.
Sí, era bastante tarde. Nada ni nadie podía detener a las volquetas que derrumban nuestro pueblo, ni cambiar las escrituras que firmamos sin saberlo, ni devolverme el amor.
Ahora yo, parecido al Maldito Edi, estoy recorriendo el mundo. Sin embargo, no estoy contando historias. No hay a quién. El Maldito Edi ya ha pasado por todos lados y ha contado sobre nuestra aldea, los campesinos, sobre Eugenia y yo.
Una silueta en la ventana
Al principio creyó que se trataba de una casualidad, absurda coincidencia, pero un día distinguió los lentes de prismáticos y cayó en pánico. Estaban dirigidos hacia ella como cañones de fusiles en contra de un condenado a muerte. Estaba allí y la observaba, precisamente a ella.
¿Por qué diablos? ¿Qué es lo quieres?
Trató de ignorar al intruso de sus pensamientos y seguir viviendo como antes: según sus propias normas. ¡Vamos, olvídalo y ya! Sin embargo, la silueta siempre la esperaba en el marco de la ventana del frente. Inmóvil. Callada. Con los prismáticos en la mano.
Un mes más tarde, llena de histeria, ella cambió las cortinas finas con persianas sólidas. Las montó bien cerradas. Y así se quedaron un día, dos… cinco… Después de una semana echó el primer vistazo. Estaba convencida de que no lo iba a ver nuevamente, pero él estaba allí. Entonces, asustada, se retiró hacia atrás y un sonido estridente rompió el silencio.
Ella lloró mientras reunía los pedazos del florero de cerámica. Era una obra delicada de pálido verde y rosado, su objeto preferido.
Cada noche la silueta estaba allí, la esperaba como si tuviesen una cita confirmada. No hacía nada, solamente permanecía en el marco de la ventana con los prismáticos en la mano. Y ella no podía distinguir ningún detalle: era una mancha oscura y parecía incompacto. Pero, eso si, era la silueta de un hombre. Tras de su espalda estallaba una luz deslumbrante. La habitación era semejante a la celda de un monje, por lo menos así se veía desde su ventana. Paredes blancas, techo blanco, ninguna decoración, ningún mueble. Las ventanas alrededor siempre estaban oscuras, por lo que ella pensaba que él vivía solo.
Durante el día, él no estaba. Su ventana se cerraba, con cortinas gruesas –¿o eran persianas, como las de ella?– a esta distancia no lo pudo apreciar. Alrededor todo permanecía oscuro, aislado.
Nada cambió hasta el día en que él la saludó. Ocurrió al final del tercer mes de haber descubierto su presencia. Esa noche ella apagó las lámparas, se acercó prudentemente hacia la ventana, con dos dedos abrió un hueco pequeño en las persianas y echó un vistazo. Es imposible verme por este huequito, además en esta oscuridad, se dijo. Observó un minuto, dos. Él no reaccionó. No levantó el prismático, como sabía hacerlo corrientemente cuando la veía.
¿Ya cambiamos los papeles, eh?, sonrió ella.
Entonces ocurrió algo extraordinario: la silueta levanto su mano para saludar. El movimiento fue lento, limitado. Agitó los dedos como si aplastase las teclas de un piano invisible.
Al día siguiente ella tuvo una mañana horrible en la oficina. No podía concentrarse, el sonido del teléfono la irritaba, casi como los chismes vanos y la lentitud de la secretaria.
¿Será mejor contarlo a alguien?, dudaba ella. ¿A mi hermana o a una amiga?
Me creerán una loca, negó al fin.
Dos de la tarde. ¿Hace cuánto no había regresado a casa tan temprano? Se sentía rara de estar en su casa a esta hora, como si fuese una visitante sin invitación. No obstante, era mejor así, pues en la oficina sufría una verdadera agonía.
Me voy a pelear con todos si me quedo más, pensó y se quejó con el jefe de dolor de cabeza. Él le permitió que se vaya.
La silueta apareció al anochecer. Abrió la ventana y se quedó allí como si fuera un centinela en su lugar. No la saludo. Solamente se miraban.
Poco a poco, abajo la calle calmó su ruido. Y ellos no se movían de sus observatorios.
¿Qué diablos quieres de mi?, pensó rabiosamente ella y empezó a vestirse con cualquier ropa que encontrara a su alrededor.
Empujó la puerta ruidosamente, no cerró con llave. Corriendo cruzó la distancia hacia el edificio del frente ingresó.
–¿Quién es? –preguntó una voz femenina.
–Su vecina. ¿Puede abrir?
–Es tarde. ¿De qué se trata?
–Lo siento. Debo conversar con Usted.
En el marco de la puerta apareció una dama anciana, llevaba un vestido nocturno de color negro, con escote profundo y una abertura en la falda que llegaba hasta el muslo. Tenía un maquillaje exagerado, pero de buen gusto, en tono con las rosas azules en su pelo y sobre el corte de su chic vestido. Fumaba de una boquilla larga e incrustada. Olía bien –una mezcla de perfume y tabaco aromático–. Discretamente, atrás se escuchaba un aria desconocida.
Estoy en la maquina del tiempo, pensó ella, sin bajar la mirada de la dama.
-¿Si?
–Perdone que le molesto a esta hora…
–De una u otra manera ya lo hizo. ¿Dígame?
–Mire, señora, el tema es un poco… delicado. ¿Es posible que hablemos adentro?
El salón era emperifollado, abundante en formas y curvas. Típico barroco con predominio en dorado y azul. Las cortinas de terciopelo, cerradas y consistentes.
La dama le mostró un asiento. Apagó el gramófono y se sentó al frente. No ofreció una bebida, solamente con un gesto ligero la invito a hablar.
–Vivo al frente. Me llamo Ana.
–Bien, Ana. ¿Cómo puedo ayudarla?
–Mire, señora, se trata de… un hombre, no sé que relación tiene con Usted. Vive aquí.
–Está equivocada. Lo siento.
La dama se levantó y abrió la puerta del salón.
–Él me esta observando todas las noches –dijo Ana, sin moverse.
–¿Quién le observa diablos? –se enojó la dama, pero enseguida se disculpó–: Perdone, no estoy de buen humor para aceptar bromas.
–Yo tampoco. Estoy preocupada.
–Comprendo, pero esta equivocada de dirección. Lo siento.
–No, es aquí, exactamente.
–Esta equivocada. Vivo sola.
–No es posible.
–Ya hace cuatro años que murió mi marido.
–Pero yo…
–Fue un compositor precioso… y una pareja fastidiosa.
–Lo siento.
–Perdió la vista en los últimos años de su vida. Fue una vivencia horrorosa para él mismo y para la gente alrededor.
–Lo siento de verdad.
–Váyase y duerma bien. Ha resultado un malentendido.
–Sucede ya tres meses.
–¿Qué quiere decir?
–¿Puedo echar un vistazo a sus dormitorios?
–Me parece que empieza a abusar…
La habitación de paredes blancas y luz deslumbrante de verdad no tenía ninguna decoración y su apariencia simple hacía un brusco contraste con el resto del departamento. El mobiliario se reducía a una cama baja y algunas repisas, colmadas de libros y discos de gramófono. En la pared opuesta había un closet antiguo de madera pesada. De la cerradura colgaba un prismático sólido.
–Era la habitación de mi marido. Como puede notarlo, es bastante aburrida… Ah, otra vez he olvidado la ventana abierta. ¡Qué raro!
La dama se acercó a cerrar, pero Ana la detuvo.
Observó el edificio al frente. Desde aquí su departamento le pareció diferente, ajeno… y entonces notó la silueta. ¡En su casa! Era una silueta femenina, oscura, incompacta, pero también de una manera fina, bella.
¡Por Dios!
–¿Me dijo algo?
–¿Sabe quién vive allá?
–¿Dónde?
–Allá, donde está aquella mujer.
–No veo ninguna mujer.
–En el tercer piso, en la mitad.
–Pero sí allá no hay nadie… Me dijo que Usted vive allá, ¿no? ¿Qué pregunta es esa, entonces? –La dama miraba perpleja a su visitante no invitada.
La silueta del frente se acercaba hacia la ventana.
–Sí… Por supuesto… Mi expresión no fue correcta. Quería preguntar si sabe quién vivía antes allá. Estoy en ese departamento solamente desde hace cuatro o cinco meses.
–No tengo la menor idea. Únicamente sé que hace diez años allá vivía una… conocida mía. Era una bailarina impresionante.
–¿Y qué pasó con ella?
–Lastimosamente, nos dejó pronto… Accidente de auto, una tragedia horrible. Los periódicos publicaron mucho sobre ese caso.
La dama cerró la ventana con un gesto suave y volteó su rostro hacia Ana.
–Se hizo tarde…
–Perdone mi insolencia, pero tengo una pregunta más.
–¿Sí?
–¿De que murió su marido?
El rostro de la dama cambió. Se volvió triste. En un momento envejeció diez años. En sus ojos apareció humedad. Pero rápidamente se dominó. Montó un nuevo cigarrillo en la boquilla incrustada. Lo hizo con lentitud, como si quería ganar tiempo para pensar. Después con un gesto impaciente sacó un cuaderno de las repisas y empezó a buscar entre las hojas.
–Los doctores dieron varios diagnósticos con nombres complicados, pero según mi opinión, él simplemente perdió la gana de vivir. –Mostró el cuaderno a Ana–. Aquí esta, puede ver. Es lo último que escribió en su diario antes de ponerse ciego totalmente.
“No le puedo vencer a la tristeza”.
Un instante antes de cerrar las cortinas, Ana logró vislumbrar como la silueta de su departamento saludó con la mano y luego empezó a bailar.