como una rata; pero a mí me gustan más las frambuesas.
Le llenó de amargura las entrañas
y tuvo después muchas visiones.
¡Nathanael! ¡Cuándo hayamos quemado todos los libros!!!
André Gide, Los alimentos terrestres
Cruzó como una exhalación por los altos Andes, entre las nubes, la nieve y el viento, casi al anochecer:
– ¿A dónde vas Juan, montado en ese caballo arposo y amarillo?
– Me estoy yendo no sé si a Chobchi o Altamira, aunque ésta dicen que está cerrada.
– ¿Por qué no te quedaste en Patmos mismo?
– Porque en estos últimos tiempos los curas ortodoxos convirtieron mi caverna en show center para turistas.
– ¿Y por qué no viniste más bien en el caballo negro?
– Porque él y “el sentado encima de él” con su balanza de libre mercado en la mano, se fueron a la Bolsa de Nueva York, donde están gritando, les oigo desde aquí arriba:
y seis libras de cebada por un denario…”
–A los corredores de biocombustibles y petróleo.
– ¿Y la muerte qué se hizo, acaso se murió?
– No, no está jineteando porque se encuentra en Tierra Santa, Irak y Afganistán matando justos e injustos por cuenta del Anticristo.
– Así ha de ser…
Y jinete y cabalgadura se hicieron humo.
Cuando alguna vez, en una era incierta, el tiempo como una serpiente enroscada, retorne a su génesis oscura y por fin se muerda la cola. Cuando el cataclismo anunciado en la Revelación haya devorado el último verdor cenizo. Cuando la lluvia ácida haya descendido sobre las hojas muertas y los detritus industriales vertido hasta sobre el más humilde arroyo, los hombres, reducidos a una sola horda en extinción se refugiarán de nuevo en la caverna.
Afuera paisaje gris y mortecino, enteramente nublado, chatarra encharcada, óxidos terrosos, muros derruidos, postes poblados de auras y buitres. Adentro ni el fuego ni las sombras platónicas, menos las parejas domésticas de los animales felices que se salvaron en el Arca del diluvio antes que Noé inventara el vino y experimentara la primera gran borrachera de la Prehistoria, después de que el cuervo ya nunca regresara.
Sólo máquinas antediluvianas herrumbrosas que completaron su ciclo de obsolescencia aquí sustituyen a tótems y dinosaurios y custodian con sus faros, monitores y pantallas, como ojos quebrados, a sus últimos creadores de rostros abotagados, en los que han desaparecido casi los labios y las orejas por una larga época de desuso del lenguaje y de la voz. Bastaba antes, digitar teclas y deslizar “ratones” para construirse un cosmos personal, un universo único y virtual hasta en el sexo, con lo que se tornaron mudos y andróginos, como los caracoles con su solitaria concha a cuestas, pero estériles.
Ya en la cueva los pocos individuos que sobrevivieron a la devastación universal causada por su especie –las otras, hace tiempo que habían desaparecido, menos unas cuantas aves carroñeras, compañeras inseparables-, tuvieron que adaptarse paulatinamente a la penumbra y se volvieron poco a poco de grandes pupilas: una luz lívida y cenital se filtraba por el foso larguísimo de una chimenea que remataba en lo alto más allá de la niebla sempiterna. Divagaban sin rumbo ni sentido alrededor del rayo extraviado de un sol en duelo. Sólo los imantaba la muerte de uno de ellos, que les despertaba a la inminencia de su extinción final. De tanto en tanto entonces estremecidos arrastraban el cadáver, antes de arrojarlo fuera, hasta situarlo justo bajo el reflejo espectral y comenzaban en círculo una obscena danza macabra, como las de la peste negra, en medio de sonidos gangosos que recordaban las sílabas palatales y velares del perdido lenguaje humano.
Un hombre, no un homúnculo andrógino como los otros, una especie de santón venido no sé cuándo ni sé dónde desde el fondo de un pasado mucho más remoto, los guiaba en la salmodia y el frenesí inarticulados:
¿Intentaba tal vez volverles a enseñar las claves de la vida que guarda el Tetragrámaton en su versión arábiga de origen bizantino
Y que ocultamente significan:
Llevaba el maestro colgado de su garganta una especie de ícono simbólico, un pequeño pez de obsidiana negra de aletas cortantes y reflejos misteriosos. Bajo su mandato y sólo a ratos se aventuraban con unos largos cayados de pastor aguzados como estacas, más allá de la boca del antro y escarbaban al pie de una escombrera cercana, hacia el oriente absoluto, donde a lo mejor quedaba un día el jardín del Edén, porque era el único lugar en un mundo desolado en que medraban todavía, apenas subterráneas, escamosas raíces comestibles en forma de serpiente.
Atravesaban en columna contra el horizonte lívido por el cauce seco de un antiguo río, arriba de un vado cenagoso repleto de todas las deyecciones de lo existente. Más allá, hacia el este, al pie de los escoriales, se dilataban inacabables los campos minados en la ruta de la expulsión del paraíso.
Cuando al fin los otros se murieron de hambre, melancolía y sed y se quedó solo -¿para siempre?- el hombre del pez, que se había vuelto igualmente lelo por las malas compañías, salió una tarde, por última vez, urgido por el hambre, en busca de la última raíz gorda, enorme y verde como una anaconda que antes había entrevisto y ocultado en un laberinto. Mas al no encontrarla y al retroceder a gatas, en su desesperación, clavó las uñas en una fosforescencia semienterrada y bulbosa que pendía del tumbado. Al principio creyó que era una teta de mujer o un hongo ciego por la suavidad entre pútrida y mórbida del capuchón hinchado por la sombra, pero notó que su forma no era redonda y que por debajo flotaban láminas a punto de deshojarse cuando lo volteó. Esto le sobresaltó, pues su instinto ancestral le puso en alerta sobre la naturaleza venenosa de las setas, y de las umbrelas de las medusas, que se abren al envés en innumerables lenguas amarillas –como la venenosa annanita phaloides de los Borgia en el Papado-. Con todo, por si acaso, lo trasladó a la caverna con sumo cuidado acunándolo entres sus brazos para que no se destruya. En un acto ritual lo colocó en el repecho de una máquina en forma de altar y con un espejo trisado, desde un pivote, dirigió la medrosa lumbre que descendía sobre el rarísimo artefacto, ahora sagrado, que pareció quedar flotando en un gran útero umbrío en medio de un aire cuagulado, sangriento, casi líquido. Luego se arrodilló estático y esperó…
Los hombres habían iniciado la destrucción de los libros casi al mismo tiempo que su creación: Al empezar la construcción de la Gran Muralla, contra la barbarie de los manchúes y mongoles, el primer emperador de la dinastía Quin, Shi Huang Ti, ordenó a la par, en un gesto de infinita absurdidad- según Kafka- la quema de todos los libros de tablillas de bambú. En la vastedad interior del imperio sabios y mandarines que se opusieron fueron enterrados vivos.
No mucho más tarde, apenas doscientos cincuenta años, se iniciarían los cíclicos incendios de la fabulosa biblioteca de Alejandría que desde el primero, suscitado por el innombrable soldado romano, hasta el mítico del califa Omar –por imposible, ya no había libros que quemar en el siglo VII- se incineraron como dos millones de volúmenes, entre los de papiro y pergamino Mientras tanto desde el 300 de nuestra era, en que el emperador Diocleciano ordenara por edicto, después de que sus emisarios le besaron el anillo de esmeralda que ostentaba en el dedo gordo del pie siniestro, expurgar y flamear todos los libros de alquimia que quedaren. En la nueva quema mandada en la carta pascual del año 367 por Atanasio, obispo de Alejandría, de los roles llamados apócrifos, menos los textos que componen el Nuevo Testamento entre ellos el del Apocalipsis ,se salvó milagrosamente del fuego el evangelio de Judas Iscariote…
En la alta edad media de Occidente, de los pocos libros manuscritos que quedaban de la antigüedad clásica la mayor parte fueron a alimentar las piras que la Inquisición levantaba para asar herejes desde los cátaros, hasta brujas y gatos con lo que aumentaron, al mismo tiempo, las ratas, la peste y la ignorancia. Se siguieron incinerando libros, largamente, por los tribunales del Santo Oficio hasta bien entrado el capital en el siglo XVIII.
El mismo Infierno del Dante ardió en llamas en París, en la plaza de Notre Dame en 1.318.Después de todo les había embutido en el tercer valle del octavo círculo a tres papas seguidores de Simón el Mago, negociantes de bienes sagrados en la Roma de siete cabezas y diez cuernos:
cuando la sobre el agua encaramada
con los reyes puteaba ante su vista…”(*)
Mas es a lo largo del XVI, sobre todo, que los pontífices vaticanos se vuelven más pirómanos que nunca y alimentan fogatas de la mañana al anochecer con los textos prohibidos; sus llamaradas iluminan los crepúsculos cárdenos de la plaza de San Pedro y el puente de San Angelo reflejándose en el Tíber. Desde 1.501 en que el célebre papa Alejandro VI inicia la censura hasta 1,599 en que se confecciona definitivamente el terrible Index Librorum Prohibitorum, Julio III, Paulo IV y Clemente VIII se divierten en el juego trágico de encender fogatas principalmente con los rollos manuscritos hebreos.
Fray Tomás de Torquemada –Thora quemada-Torre quemada-
Encarna en su propio nombre no sólo el signo y el sonido del horror sistemático de toda la Inquisición sino en la memoria atávica, y los avatares del karma, el inconsciente terror al fuego y al ser quemado vivo. Según el historiador Hernando del Pulgar fue de ancestro judío por línea uterina, la única filiación reconocida desde la ley mosaica hasta la actual israelita, lo que le torna al Gran Inquisidor todavía más obscuro y ominoso en la inmolación ritual de sus hermanos. En sus autos de fe calcinó primero miles de judíos, marranos y conversos, moros y moriscos, herejes, impenitentes, cismáticos, brujas y endemoniados y terminó chaspando miles de libros hebreos y musulmanes.
– Torquemada…Juan dice que te pregunte:
– ¿Si es verdad o no que flagelaste, violaste y atormentaste a la morisca Concepción de Saavedra sólo de pura pasión y despecho al ser rechazado? Porque en cuanto a que inventaste el asesinato ritual del santo niño en la Cueva de la Guardia de los extramuros de Toledo, junto al Tajo, por marranos, conversos y cristianos nuevos sólo para perseguir a los judíos, de eso sí está bien seguro. De lo que si duda es del “absurdo poema” de Iván Karamásov de que en Sevilla, disfrazado de cardenal, después de apresar a Cristo en las puertas mismas de la Catedral y decirle “Mañana te quemo” le hayas soltado sólo porque te besó en los labios.
-Silencio de ultratumba.
La fiesta siguió en ultramar después del descubrimiento: En Yucatán y Technotitlan sus obispos echaron al fogón los códices mayas y aztecas mientras las turbas danzaban alrededor ebrias de mezcal; se olvidaron de siete de ellos. Al sur, en el Incanato, los nudos de los quipus fueron destejidos después de la conquista y los saqueos de templos y tumbas, por decreto del Concilium Limensis. Y al ver que permanecían mudos, sobre sus crónicas y números, fueron chamuscados por ser rabos de demonios según los curas doctrineros. Atahualpa sólo botó la Biblia al suelo y fue condenado al garrote.
Desde el siglo XIX, al este de Europa, los pogromos se multiplicaron en las juderías. Junto con el asesinato de sus moradores se encendieron fogatas de libros y menorhás. En el XX se levantaron enormes piras, no sólo de obras de autores judíos sino de grandes filósofos, poetas y novelistas gentiles, en las orgías aciagas del fascismo durante Hitler, Musolini y hasta Franco Más tarde se cremarían, bajo la efigie de la cruz gamada,en los hornos nazis a millones de hombres, mujeres y niños. En América del Norte el Ku-Klus-Klan, bajo cruces ardientes, asesinaba negros e incendiaba campos, casas y libros. En la del Sur, Pinochet y los dictadores argentinos torturaban y mataban gentes y quemaban libros que despedían chispas doradas y volvían violáceas las lívidas caras de los incendiarios
Después los libros se transformaron en resplandecientes discos metálicos descifrados por invisibles campos eléctricos o un haz de rayos laser, hasta desaparecer ellos también oxidados por la lluvia ácida o imantados por el cambio de rumbo del eje magnético debido al calentamiento y final desglaciación de los polos. La Tierra cabeceó entonces como una perinola agonizante:
-Mete- Saca- Coge- Pon- Nada…
Esto sucedió después que se completó el ciclo que va desde el primer incendio de la biblioteca de Alejandría, durante el asedio de los legionarios de Julio César en el 47 antes de Cristo, en que se salvaron sólo siete tragedias de Sófocles entre ellas Edipo Rey, hasta el año 2003 después de Cristo en que se quema la biblioteca de Bagdad, la más antigua que aún quedaba en el mundo postmoderno, durante el asedio de los mariners de George W. Bush;se consumen en las llamas millones de volúmenes, entre ellos De la Materia Médica de Avicenas que elogia las virtudes cálidas de la rosa de Damasco para tratar los males del corazón y la nostalgia. En la madrugada aciaga del 13 de abril sólo se encontró, entre las cenizas húmedas junto al Tigris, indemne un disco compacto con una Sonata para Piano de Wolfgang Amadeus Mozart.
El último libro hablaba de la grandeza y ternura del hombre, del amor y del deseo ,del arte y el conocimiento, el fin de la expoliación y el nacimiento de las grandes utopías sobre todo la de la libertad; mas hablaba después de la guerra y de la muerte, de la persecución y el genocidio, de la discriminación y la tortura, de la injusticia y la opresión, de la destrucción de la Tierra . En suma también de su miseria
Hasta que se oyó una gran voz en el cielo que clamaba:
-“Trágate el libro”
Y el último hombre lo devoró hoja por hoja. Al principio dulces como las hojuelas de cera y miel de los panales, más tarde amargas como la hiel.
Lo que nunca se sabrá es si el que clamó, más allá de la chimenea, fue Dios o el Diablo porque ambos son los Innombrables según la interpretación que hace del Tetragrámaton la kábala.